IGLESIA DIESTRA DE LA MAJESTAD
   
  Diestra de la Majestad
  Sacrificio de un Soldado
 

Sacrificio de un Soldado

El hecho que a continuación relato, tuvo lugar durante mi servicio militar en la India; en tiempos difíciles en los que abundaron los crímenes.
En esa época, tenía en mi regimiento a un soldado bastante joven. Ese niño me daba mucho que pensar, al verle tan frágil y delicado para la vida que iba a tener que llevar en el ejército; pero había nacido en el regimiento y nos habíamos propuesto hacer algo bueno de él.
Su padre había sido un valiente entre valientes, y lo mataron en el cumplimiento de su deber. Su madre, con el corazón traspasado de dolor al saber la muerte de su esposo, cayó enferma y seis meses después murió, dejando huérfano al soldado Memo Holt.
Dos años más tarde, cuando Memo tenía catorce años, el regimiento estaba acampando a unas millas de distancia del lugar ordinario, conocido como Sodot, cuando una mañana se me notificó de un acto grave de indisciplina.
Al hacerse las investigaciones necesarias, supe que los indisciplinados habían sido los que estaban en la tienda donde Memo se hallaba. Dos de esos soldados eran unos bribones que no tenían quien les igualara.
Se arrestó a todos los de la tienda y se les juzgó según la corte marcial, cuando se tuvo la seguridad de que uno de los arrestados era el culpable de la falta; pero ninguno de ellos quiso ser el culpable. Entonces dije:
—Tenemos la seguridad de que el acto de indisciplina de anoche fue por uno de los aquí presentes; si esa persona está dispuesta a que se le castigue como a un hombre, el resto queda libre, pero de no ser así, no queda otra alternativa sino castigarlos a todos. El castigo consistirá de diez latigazos para cada uno.
Durante dos minutos se oyó un silencio sepulcral. Luego, de entre los prisioneros salió Memo Holt. Su pequeña figura había permanecido oculta entre los otros. Se paró frente a mí; su rostro estaba pálido, pero mostraba una firme resolución. Sus ojos claros se fijaron intensamente en mí, y dijo:
—Coronel, acaba usted de decir que si alguno de los que durmieron anoche en la tienda número cuatro, está dispuesto a recibir el castigo, el resto quedará libre. Bien, estoy listo a recibirlo; ¿puede ser ahora mismo?
Por un instante me quedé mudo de sorpresa; luego lleno de ira y disgustado me dirigí a los presos y les dije:
—¡Qué!, ¿no hay alguno de entre ustedes a quien se pueda llamar hombre? ¿Son todos unos cobardes capaces de permitir que este chiquillo sufra por sus maldades? Ustedes, como yo, saben que él es inocente.
Todos permanecieron callados. Luego me volví al niño que, paciente y con mirada suplicante, no apartaba de mí sus ojos. Nunca como aquella vez me enfrenté a alternativa tan terrible. Sabía que mi palabra tenía que cumplirse, y el niño lo sabía, pues volvió a repetir:
—Señor, estoy dispuesto.
Con todo el dolor de mi corazón di la orden de que le castigaran. Valientemente, con su espalda desnuda soportó uno, dos y tres latigazos. Al cuarto, un débil gemido se escapó de sus labios blancos y, al quinto, se escuchó un grito de horror que lanzaron los presos que habían sido forzados a presenciar el acto.
Inmediatamente, de un salto, Jaime Sykes, la “oveja descarriada” del regimiento, se puso al lado del pequeño soldado y rogó que ya no siguieran castigando a ese inocente; que lo castigaran a él, que era el culpable; y, en medio de gritos y sollozos abrazó al niño que, desmayándose y sin poder hablar, miró al culpable frente a frente y, sonriendo, le dijo:
—No Jaime, ahora ya estás a salvo..., la palabra del Coronel se tiene que cumplir.
Su cabeza se inclinó y se desmayó.
Al día siguiente, cuando iba a la tienda-hospital donde estaba el soldadito, encontré al doctor, a quien pregunté:
— Cómo está el pequeño?
— Se muere, Coronel, dijo inmediatamente.
— ¡Qué! exclamé horrorizado.
—Sí, el choque de ayer ha sido muy fuerte para él. Desde hace algún tiempo yo sabía que su vida era cuestión de meses o de corto tiempo; pero este asunto ha precipitado los acontecimientos. Ahora está más para el cielo que para la tierra.
Un murmullo de voces escuché, y nunca olvidaré lo que vi en aquel instante.
El moribundo estaba reclinado en sus almohadas, y Jaime Sykes estaba arrodillado abrazándole. El cambio en el rostro del niño me dejó perplejo; estaba blanco como la nieve; la blancura de la muerte se había extendido sobre él; pero sus grandes ojos estaban brillando con una luz extraña y hermosísima.
En ese momento el hombre que estaba arrodillado levantó la cabeza, y vi que grandes gotas de sudor humedecían su frente, mientras le preguntaba al moribundo:
— ¿Por qué lo hiciste, chiquillo? ¿Por qué?
—Porque quise tomar tu lugar, dijo con una voz muy débil. Pensé que si lo hacía, te ayudaría a comprender un poquito el por qué Cristo murió por ti.
— ¿Por qué Cristo murió por mi?
Repitió el hombre muy lentamente.
-Sí, CRISTO MURIO POR TI, SOLAMENTE PORQUE TE AMÓ COMO YO; pero El te ama más, pues yo solamente sufrí por UNO de tus pecados, mas Cristo padeció por TODOS los pecados que has cometido. El castigo que Cristo recibió por tus pecados, Jaime, fue la muerte en la cruz.
—No, pequeño.
Dijo Jaime
-Cristo no tiene nada que hacer con un malvado como yo. Soy uno de los peores, y tú lo sabes muy bien.
—Pero no olvides que Cristo vino a salvar precisamente a esos malvados. El dijo: ‘NO VINE A LLAMAR A JUSTOS, SINO A LOS PECADORES”.
Luego Memo, con una voz suplicante, le dijo:
—¿Eres capaz de permitir que Cristo haya muerto de manera tan horrible por ti en vano? ¿Que su sangre preciosa se haya derramado inútilmente? Piensa que Él está llamando a las puertas de tu corazón; ¿no le permitirás entrar? Acéptale, querido Jaime. Si lo haces, nos volveremos a ver, pero en el cielo.
Al decir esas palabras, le faltó la voz, pero puso su mano sobre la cabeza inclinada de Jaime. Un sollozo sofocado se dejó oír, y le siguieron unos minutos de completo silencio.
Por mi parte, estaba muy conmovido. Había oído esas cosas hacía mucho tiempo. Se amontonaron en mi mente recuerdos de mi muy amada madre; todo el pasado revivía en mi memoria, y las palabras que escuchaba parecían las de ella. ¿Cuánto tiempo permanecí recordando?; no lo sé; pero salí de mi embeleso, al escuchar un grito agudo de Jaime, al ver que el niño se había desmayado de nuevo. Pasados unos minutos, abrió nuevamente sus ojos, pero ya estaban opacos; casi no veían. Luego dijo:
—Madre mía, cántame “No hay tristeza en el cielo”, estoy muy cansado.
Y como por un milagro, la letra de la canción que Memo deseaba oír, vino a mi memoria y, con una muy suave voz, se la canté:
“No hay tristeza en el cielo,
Ni llanto, ni amargo dolor.
No hay corazón abatido,
Donde reina el Dios de amor.
Las nubes en nuestro horizonte,
Jamás aparecen allá.
El sol en su gloria esplendente
Derrama su luz celestial.
Yo voy a la Patria del alma,
Ya Cristo prepara mi hogar
Donde todos los santificados
Irán para siempre a morar.
El día feliz ya se acerca
En que el sol para mí se pondrá.
¡Oh, qué gozo será cuando mire al Señor
En aquella hermosa ciudad!
 
Al cantar las últimas palabras, sus ojos brillaron y me miraron llenos de gratitud, y dijo:
-Gracias mil, Coronel. Muy pronto estaré allá.
Su tono de confianza me hizo preguntarle:
— ¿Dónde?
Y con una sonrisa, contestó:
— “¿Cómo que dónde, Coronel? Pues, en el cielo. La lista se ha pasado y escuché mi nombre; las puertas están abiertas para mí; el precio se ha pagado”.
Luego, como en un sueño, dijo:
“Tal como soy, sin demorar,
Del mal queriéndome librar,
Tú sólo puedes perdonar,
Bendito Cristo, ¡Heme aquí!
Jaime aceptó a Cristo como su Salvador. Yo también lo acepté. Y tú, querido lector, ¿Quieres aceptarlo?
-Coronel Hardrees.
 
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